¿Recuperación? Según

¿Recuperación? Según

Se ha asentado como una gran verdad, una de esas que dibujan en nuestra mente la imagen de una sociedad en una etapa, pero era una verdad a medias; vamos, casi una mentira. Fue tal el golpe que supuso saber que estábamos desnudos, que el decenio de crisis que llevamos arrastrando ha servido para grabar en mármol unas letras que vienen a decirnos que en la época previa al estallido de la burbuja inmobiliaria atábamos los perros con longanizas. Media verdad: una parte de la sociedad que ahora no, vivían razonablemente mejor. Media mentira: basta con remitirse a los análisis de aquellos años para constatar que cerca del 20% de la población se encontraba en situación de vulnerabilidad. Sin ir más lejos, el Informe FOESSA de 2008 ya puso de manifiesto que “el intenso crecimiento acaecido en España entre 1995 y 2007 no se había traducido en una distribución más equitativa de la renta, ni en una disminución de la pobreza”. Hubo crecimiento, sí, intenso, señala el informe, pero “no estuvo acompañado de distribución, ni de una protección social más intensa, ni de soluciones a los graves problemas de integración social”. En el informe de esta fundación relacionada con Cáritas se marcaba “la relación de la pobreza y la exclusión tanto con la precariedad en el empleo, como con la fragilidad de los sistemas de protección de los derechos sociales”. No estábamos pues en el paraíso pese a la sensación de haber vivido un ciclo de bonanza expansiva. Es cierto, de nuevo la media verdad, que buena parte de la sociedad vivió un progreso económico. Debido a ello, claro, se extendió la idea de que el círculo era virtuoso, de que se había encontrado la piedra filosofal que garantizaba el desarrollo económico indefinido y no se ocurría observar ese 20% que podría haber servido de alerta, que podría habernos interrogado. En vez de respondernos con franqueza quisimos creer que creíamos que ese porcentaje se reduciría paulatinamente y que, por supuesto, sería un problema efímero en el que, además, nunca nos encontraríamos.
Llegó la ‘crisis’ y lo que estaba latente afloró, pero multiplicado. La pérdida de empleo arrastró a la situación de vulnerabilidad -un término que a veces suena a eufemismo- a varios millones más de personas que sentían menoscabados sus derechos a un empleo con salario digno, a una vivienda, a la educación… La historia es de sobra conocida, no les voy a aburrir con cifras, que en estos tiempos de internet son fácilmente conseguibles.
La crisis produjo otro efecto previsible y concatenado a lo anterior: la merma del precio del trabajo. El brutal aumento del paro dejó un estigma en nuestros cuerpos: tal era la necesidad, tal el miedo, que lo que antes parecía inaceptable se había convertido en un tesoro. En poco, valga la anécdota, el ‘mileurista’ pasó a ser el término que despectivamente se utilizaba para referirse a un mal salario a un sueldo casi privilegiado. El paradójico concepto de ‘trabajador pobre’ se comenzó a extender. Ya, ni un puesto de trabajo garantiza ingresos para desempeñar una vida digna.
Ahora, las versiones oficiales nos hablan de recuperación, de crecimiento, y, en términos de protocolo estadístico, no se puede negar. El problema se esconde en lo que las cifras que trasladan los voceros oficiales tapan. La macroeconomía muestra ese crecimiento, pero el reparto, ¡ay, el reparto!, es cada vez más desigual. Sirva un dato: las mayores 200 fortunas españolas aumentaron sus patrimonios a lo largo de 2017 en 10.000 millones de euros. Y eso que la bajada de Inditex en bolsa produjo unas reducción de 5.000 millones en el patrimonio de Amancio Ortega.
En la España actual, la economía se bifurca: es de subsistencia en la mayoría de la población mientras los más ricos han encontrado en el modelo económico patrio el escenario ideal para el desarrollo de sus actividades. En paralelo, la política social, como los reyes magos, son los padres. La pobreza, que ya tenía componentes estructurales, se ha asentado. Está aquí para -si no se pone remedio- quedarse.
Si lanzamos la mirada más allá, es fácil llegar a la conclusión de que situaciones similares, aun con diferentes formas de expresarse social, política y económicamente, se repiten. Las brechas de desigualdad son cada vez más pronunciadas en cada territorio y en el conjunto del planeta. Un dato elocuente que atestigua esta aberrante diferencia es el que pone negro sobre blanco que entre las ocho personas -sí, ocho, menos que los dedos de las manos- más ricas del mundo acaparan más dinero que la mitad más pobre de la humanidad toda junta. No es casualidad, el modelo económico imperante lo propicia. El marco económico ha articulado un modelo de globalización –globalismo, si nos ceñimos a los diferentes significados que Ulrick Beck apuntó para globalidad, la interconexión global: globalización, los procesos económicos en genérico y globalismo, el marco ideológico predominante- ha permitido que el peso de las grandes corporaciones se vaya imponiendo a cualquier otra consideración política. De esta forma, el régimen global prima los rendimientos del capital por encima del valor del trabajo, de los trabajadores y trabajadoras. Un modelo que genera unas pocas personas ganadoras y multitud de perdedoras.
La recientemente concluida asamblea anual del Foro Económico de Davos ha vuelto a albergar a un buen elenco de ‘líderes’ empresariales, políticos y mediáticos hasta un total de 3000. Allí se han vuelto a hacer cruces ante unos problemas, los que genera la desigualdad, que reconocen; allí, de la misma manera, se ‘sugirieron’ las mismas recetas que nos han traído hasta aquí. Vamos, como si padeciésemos la enfermedad de la gota y un charcutero, disfrazado de médico, nos recomendase aumentar la ingesta de carne. ●



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